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Vivir en la unidad de vida y muerte
«Todo hombre ha sido encargado de una obra… Independientemente del altruismo o de la vanidad con la que la obra es producida, y sea ésta grande o pequeña, el rendimiento en el trabajo contiene en sí un momento de autosacrificio: se trate de un campesino, de una educadora de niños o de un gran artista, que hace una cosa completamente original, la obra es buena sólo si el encargado renuncia a la posibilidad de escoger otra cosa cuando le comiencen a faltar las fuerzas a causa de su obra. Lo sabe bien una madre de familia que no puede imponer sus condiciones laborales, sino que debe entregarse a las tareas que impone sin miramientos la familia. Lo sabe también el padre, que debe moverse de un lugar a otro sin parar, para seguir el paso de las necesidades de los suyos.
En este morir uno mismo en la obra encomendada se puede ver que la muerte es un momento de la vitalidad: porque muero, vivo y doy vida. La muerte, por tanto, está en el centro de la vida activa que produce. En palabras de Maurice Blondel, la acción que la vida exige tiene lugar sólo mediante la muerte: uno pone todo lo que es en lo que hace, muriendo no sólo a cualquier otra posibilidad, sino también a una voluntad o afecto que se apega a lo que desvía de la propia obra. Sólo el que muere en su acción, actúa humanamente.
Con una feliz fórmula sintética, otro filósofo cristiano, Ferdinand Ulrich, ha definido la tarea de ser hombre como «vivir en la unidad de vida y muerte», queriendo con ello decir que vivir no es sólo darse y morir en la acción, según la intuición de Blondel, sino que, más aún, así como el nacimiento de un niño tiene lugar sólo si muere a la unidad con el cuerpo de la madre, del mismo modo sólo vive el que se desprende de lo que ha sido su vida hasta ese momento –desprendimiento que es un morir– para poder entonces vivir autónomamente en la libre entrega de sí, que es, de nuevo, un morir».
RICARDO ALDANA, Todo consiste en Él, Ed. Encuentro, pp. 48-49
