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  • Una analogía del culto religioso

    Hablábamos en nuestro último boletín sobre la representación teatral. Según Stanislavski, la representación ideal es la que levanta al espectador de su sitio y le transporta a una región donde nunca ha estado, pero que reconoce fácilmente por un sentido de premonición o presentimiento. Él pide esto al teatro: ofrecer al público algo no esperado, pero que, a la vez, encaje naturalmente. Como un rayo de luz capaz de iluminar la profundidad de la vida: quizá descubra esa vieja herida que escondíamos o nos arranque una risa de sincera alegría…

    El hombre que sale del teatro no es el mismo que el que entró, se ha purificado, según Aristóteles. La misma acción que se representó sobre la escena realizó la katharsis. Nos dice Hans Urs von Balthsar que el teatro es una analogía del culto religioso, sólo esto y nada más que esto. Ciertamente la diferencia entre culto y teatro esmayor que su semejanza, pero no por ello pueden separarse sin más. Si en el culto la purificación es condición previa necesaria para estar en disposición de participar en él, en el teatro el inicialmente impuro queda introducido en un proceso catártico en el que, quizá casi contra su voluntad, es colocado ante el mismo horizonte que el del culto. Ante sus ojos aparece esa “región donde nunca ha estado”, ese horizonte en el que transcurre la acción y la hace relevante para todos.

    La interpretación de la existencia que se representa sobre el escenario es pública, incluso hoy, en que lo religioso es algo casi totalmente privado. Este carácter público vuelve a hacer problemática la apertura de un horizonte último que dé sentido a lo que ahí se muestra: ¿puede un teatro aportar a un público privatizado tal apertura a la dimensión pública?, ¿puede acoger ese público una tal exigencia?, se pregunta Balthasar.

    Todos sabemos de muchos espectáculos, llamados teatro, que no ofrecen más que entretenimiento. Muestran sólo aquello muy humano y ya conocido, de manera que reímos, sonreímos o derramamos un par de lágrimas y, finalmente, abandonamos la sala, quizá, más ahogados aún en lo limitado de nuestra existencia. Nos ocurre como a los protagonistas de Esperando a Godot: parece absurdo seguir esperando, no vemos más que siempre lo mismo. Las fuerzas flaquean y decidimos abandonar… Pero entonces, algo nos detiene, aún queremos que algo nos sorprenda. El deseo que tenemos de un horizonte abierto no se puede reprimir por mucho tiempo. Tenemos experiencia de que cuando el teatro se hace convencional termina por disgustar, ya sea al autor, a la compañía teatral o al público, que no se deja despachar con horizontes sucedáneos o con reduccionismos acordados.

    Así pues, ¿podemos saber cuál es esa región desconocida, pero reconocible, ese horizonte que el público, en realidad, anhela encontrar? Esperamos abordar en próximos boletines el horizonte que algunos grandes autores han abierto desde sus obras.

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