«No había error posible. Al frente, y un poco a su derecha, había por fin una pendiente: una pendiente que descendía y montecillos de roca a ambos lados. Los caballos estaban demasiado cansados para hablar pero giraron en dirección a ella y en un minuto o dos entraban en el barranco.
Al principio fue peor allí dentro de lo que había sido fuera, en desierto abierto, pues las rocosas paredes provocaban una sensación de sofoco y penetraban menos cantidad de luz de luna. La pendiente continuó su empinado descenso y las rocas situadas a los lados se alzaron hasta alcanzar la altura de las rocas más altas. Entonces empezaron a encontrar vegetación; plantas llenas de espinas parecidas a las de un cactus y hierba áspera de la que es capaz de provocar pinchazos en los dedos.
Estaban casi desesperados cuando por fin llegaron a una pequeña zona embarrada y a un diminuto hilo de agua que discurría por entre una hierba más blanda y tierna; el hilo se transformó en un arroyo, el arroyo en una corriente de agua con matorrales a ambos lados, la corriente pasó a ser un río y luego, tras más contratiempos de los que me sería posible describir, llegó un momento en que Shasta, que había estado dando una especie de cabezadas, advirtió de improviso que Bree se había detenido, y se encontró saltando a tierra. Ante ellos una pequeña cascada vertía sus aguas en una amplia charca, en la que los dos caballos ya se habían metido y, con las cabezas fachas, bebían, bebían y bebían sin parar.
-¡Oooh! -exclamó Shasta y se zambulló (el agua le llegaba más o menos a las rodillas), para a continuación introducir la cabeza bajo la cascada; fue el momento más maravilloso de su vida.
Unos diez minutos después, los cuatro –los dos niños empapados de pies a cabeza– salieron y empezaron a observar los alrededores. La luna estaba bastante alta como para atisbar el interior del valle».
C.S. LEWIS, Las crónicas de Narnia: la travesía del Viajero del Alba, Grupo Planeta 2010, p.194-197
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