«“Tú sufres Barioná”. (Barioná se encoge de hombros). […]
Es verdad que somos muy viejos y muy sabios, y que conocemos todo el mal de la tierra. Sin embargo, cuando hemos visto esa estrella en el cielo, nuestros corazones han palpitado con una alegría como la de los niños. Nos hicimos como niños y nos pusimos en camino porque queríamos cumplir con nuestro deber de hombres, que es esperar. […]
Has considerado tu dolor con amargura diciéndote: estoy herido de muerte. Y querías tumbarte sobre tu costado y consumir el resto de tu vida en la meditación de la injusticia que se te había hecho. […] El sufrimiento es una cosa natural y corriente y conviene aceptarla como algo que nos fuese debido. Es malsano hablar demasiado de él, aunque sea con uno mismo. Ponte en regla con él lo antes posible […]. No pienses nada sobre él, sino que está ahí, como esta piedra está en el camino, como la noche está ahí, alrededor de nosotros. […]
Pero tú eres ligero, Barioná. ¡Ah!, si supieras cuan ligero es el hombre. Y si aceptas tu ración de sufrimiento como el pan de cada día, entonces estás más allá. Y todo lo que está más allá de tu dote de sufrimiento y más allá de tus preocupaciones, todo eso, te pertenece. Todo. Todo lo que es ligero, es decir, el mundo entero. El mundo y tú mismo, Barioná, porque todo tú eres un don gratuito a perpetuidad.
Sufres, y no tengo ninguna compasión de tu sufrimiento: ¿por qué debieras no sufrir? Pero tienes alrededor tuyo esta bella noche de tinta y tienes esos cantos en el establo y tienes este frío seco y duro, hermoso, implacable como la virtud. Y todo esto te pertenece. Esta bella noche henchida de tinieblas y de fuegos que la atraviesan como los peces hienden el mar, te está esperando. Te espera, tímida y tiernamente, porque el Cristo ha venido para regalártela. Lánzate hacia el cielo y serás libre –¡oh! criatura superflua entre todas las criaturas superfluas– libre y palpitante, asombrada de existir en pleno corazón de Dios, en el reino de Dios, que está en el Cielo y también en la tierra».
Jean-Paul Sartre, Barioná. El hijo del Trueno, Voz de Papel, p. 110-111, 138-140.
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