En el anterior número de nuestro boletín hablábamos del autor. En particular, de su primado frente a los otros elementos del teatro: actor, director, público. Seguiría hablar del primado que corresponde al actor frente al director; pero antes queremos conocer mejor la tarea del autor.
Él es el escultor de las figuras de la obra. Para ello, según Gabriel Marcel, tiene que “penetrar tan profundamente como pueda en cada una de ellas, y apropiarse los modos más diversos, a veces inconciliables, de ser, de comprender, de valorar”. Pero, ¿cómo esos personajes creados pueden ser figuras verdaderas, incluso libres, independientes del autor? Schopenhauer apunta algo más: “Se transforman totalmente en cada uno de los personajes y hablan desde cada uno de ellos; ahora desde un héroe y en seguida desde una muchacha inocente con la misma verdad y naturalidad, así hacen Shakespeare y Goethe. Los autores de segundo rango transforman a los protagonistas en sí mismos”. Es Marcel quien describe radicalmente lo que esto supone: “No hay creación dramática sin una cierta alienación del autor dramático en favor de los seres a los que da vida”.
Pero al autor se le pide aún más. En palabras de Hans Urs von Balthasar: “se le exige algo aparentemente sobrehumano: que entre al mismo tiempo en cada una de sus figuras y que lleve esas contraposiciones escénicas a la unidad. En cuanto creador tiene que estar en-sobre su drama”.
Esta distancia, entre dejar que las figuras se desarrollen por sí mismas y sin embargo disponer su representación desde una altura suprema (el verdadero misterio de la inspiración) nos recuerda el arquetipo teológico que evocó Green: por una parte, los personajes no siempre comprenden la última intención del autor, por otra, el autor no aprueba todas las acciones e intenciones provisionales de sus personajes. “Dios, dice Kierkegaard, es como un poeta. Por eso se encuentra en el mal y en todas las palabrerías… Es un error pensar que lo que el personaje singular dice o hace es la opinión personal del poeta… No, Dios tiene su opinión para sí. Pero deja que en la composición literaria surja todo lo posible. Él mismo está en todas partes, observa, sigue componiendo; en un cierto sentido de modo literariamente impersonal e igualmente atento a todo, y en otro sentido de modo personal, estableciendo la más terrible de las diferencias, la que existe entre querer como Él quiere y no querer como él quiere”.
Esta mirada al Dios del cristianismo permite decir que el dramaturgo no podría reunir sus personajes sobre la base de una mera justicia que diera a cada uno lo suyo (¿qué sería esto “suyo”?), sino de tal forma que pueda actuar a un tiempo plenamente en ellos, poniendo en ellos lo más propio suyo, y seguir estando más allá de ellos, como distinto de ellos. En esta presencia-en los-personajes, les da su propia existencia; pero permaneciendo-sobre-ellos, los hace distintos de sí mismo. Este misterio de presencia y distancia tiene el nombre de amor.
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