«El mundo de los niños es fresco y nuevo y precioso, lleno de asombro y emoción. Es una lástima que para la mayoría de nosotros esa mirada clara que es un verdadero instinto para lo que es bello y que inspira admiración, se debilite e incluso se pierda antes de hacernos adultos. Si yo tuviera influencia sobre el “hada madrina”, aquélla que se supone preside el nacimiento de todos los niños, le pediría que le concediera a cada niño el don del sentido del asombro tan indestructible que le durara toda la vida, como un inagotable antídoto contra el aburrimiento y el desencanto de años posteriores, la estéril preocupación de problemas artificiales, el distanciamiento de la fuente de nuestra fuerza.
Para mantener vivo en un niño su innato sentido del asombro, sin contar con ningún don concedido por las hadas, se necesita la compañía de algún adulto con quien poder compartirlo, redescubriendo con él la alegría, la expectación y el
misterio del mundo en que vivimos. Los padres a menudo tienen un sentimiento de incompetencia cuando se enfrentan por un lado con la impaciente y sensitiva mente de un niño, y por el otro con un mundo físico de naturaleza compleja […], “¿cómo es posible que enseñe a mi hijo sobre naturaleza, si no sé ni siquiera distinguir un pájaro de otro?”.
Yo sinceramente creo que para el niño, y para los padres que buscan guiarle, no es ni siquiera la mitad de importante conocer como sentir. Si los hechos son la semilla que más tarde producen el conocimiento y la sabiduría, entonces las emociones y las impresiones de los sentidos son la tierra fértil en la cual la semilla debe crecer. Los años de la infancia son el tiempo para preparar la tierra. Una vez que han surgido las emociones, el sentido de la belleza, el entusiasmo por lo nuevo y lo desconocido, la sensación de simpatía, compasión, admiración o amor, entonces deseamos el conocimiento sobre el objeto de nuestra conmoción. Es más importante preparar el camino del niño que quiere conocer que darle un montón de datos que no está preparado para asimilar».
Rachel Carson, El sentido del asombro, Ed. Encuentro 2012, 27-29.
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