Hay un segundo testimonio de la verdadera sacralidad inscrito en el cuerpo del hombre, al que nunca se le prestará suficiente atención: es el pudor (o en su forma negativa; la vergüenza): este sentimiento, que falta completamente en el animal, no solamente es que no presenta interés social alguno, sino que más bien es un estorbo que sorprende al hombre a su pesar y que a veces le paraliza. Universalmente identificado en todas las sociedades humanas, en las que por lo demás puede revestir formas diversas (el vestido, aunque se limitara a un simple taparrabos alrededor de los riñones, es una de sus manifestaciones más significativas), el sentido del pudor no es tan sólo un signo distintivo que, para un observador externo, distingue y separa al hombre del resto del reino animal: por él, el hombre se separa en realidad de toda la realidad material, tanto de la que le rodea, como de la que le es propia. Al experimentar vergüenza a causa de sus propias tendencias naturales y funciones de su organismo, el hombre prueba por ello mismo que no es solamente ese ser natural, sino que es también algo distinto y superior.(…)
En una obra notable, el P. Gaston Fessard (1897-1978) ha demostrado que «en el plano de la historia natural humana, el pudor es, en efecto, una forma esencial de la afectividad, tan universal y profunda que la educación, la “cultura”, puede sin duda avivarla o debilitarla pero no crearla ni destruirla. Porque este sentimiento específicamente humano, innato y fundamental, preside todas las relaciones humanas, desde la relación íntima más carnal entre los sexos hasta el intercambio espiritual que tienen los hombres entre ellos siendo su función la de preparar, favorecer, juzgar y corregir la expresión del amor, de la reciprocidad personal que es la que en definitiva se busca por y en toda relación interhumana». Pero el pudor, por su irreductibilidad absoluta, es mucho más aún. Arraigado en las fibras más íntimas del cuerpo humano, es la presencia del deseo natural de ver a Dios, que se revela al hombre actual desde el primer despertar de su conciencia personal, desde el momento inicial de su libertad: le manifiesta al hombre la «naturaleza» de su experiencia histórica actual fruto de una libertad de pecado y el foso infranqueable (a menos que reciba una nueva gracia divina, un nuevo don, un perdón) que le separa de la esencia de su naturaleza, de la Totalidad de ser a la que aspira.
P. MICHEL SALES, SJ, citado en Pequeña catequesis sobre naturaleza y gracia, HENRI DE LUBAC.
Fundación Maior, 2014, pp. 207, 208
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