El autor teatral escribe una obra a la espera de alguien dispuesto a representarla. Entonces él se retirará, habiendo entregado al actor, ya para siempre, sus palabras. Así el texto escrito se convierte en un evento actual, el drama en potencia deviene un drama verdadero. Sin duda su “verdad” no se deberá a su realidad, porque lo que se representa en la escena es algo ficticio, sino a una actualización. Al contrario que en el cine, donde sólo existe imagen, aquí estamos ante una presencia real. Ciertamente, si la tecnología nos permite manipular y reproducir a nuestra voluntad las expresiones artísticas, la pobreza del evento teatral, que, según sucede, desaparece, se nos manifiesta como algo único, incluso irrepetible, en tanto no podemos asegurar que la siguiente representación será idéntica.
Para que esta actualización sea tal cosa, tiene que ser creativa, nunca una repetición mecánica, ni de modelos ajenos al actor ni de los propios recursos que éste utiliza. El camino que el actor recorre no es breve: una vez recibido el papel, habrá de profundizar en él, según la intención del autor, para manifestarlo después en cada una de sus palabras y acciones, y hasta en sus gestos más pequeños. Así describe Simmel este proceso: “el actor entra en el fondo del ser desde el que el autor ha creado el personaje”, “lo remonta a un centro nuclear” y desarrolla “las fuerzas que laten en ese núcleo a lo largo de las situaciones sucesivas”. Stanislavski lo expresa a su modo: “sólo después de que un actor haya meditado profundamente, analizado su papel y se haya sentido vivo dentro de él, se le abrirá esa hermosa, larga y atrayente perspectiva”. Conforme comprende el personaje lo va creando en su propia persona: “El arte empieza en el momento en que el personaje desaparece y queda el yo en las circunstancias dadas por la obra. No lograr esto significa mirar el papel como una cosa extraña, limitarse a copiarla”.
Ésta es la manera como la actualización es creativa, por tanto, libre: no responde a una obligación moral impuesta desde fuera, sino que el actor quiere aquello que debe hacer. Por eso no encontraremos dos Hamlet iguales, pudiendo ser todos igualmente válidos. Si se pierde de vista esta continua entrega del actor, que en cada representación ha de renovarse, es inmediato caer en esos “falsos convencionalismos de actuación, con los que el actor se engaña y engaña al público”, según nos advierte también Stanislavski. La enorme responsabilidad del actor se manifiesta aún más claramente si logra, con su propia inspiración, completar lo que el autor dejó de modo insuficiente.
Si te gustó este artículo, ¡considera compartirlo!
© 2012-2023 Fundación Maior. Todos los derechos reservados
El sitio web www.maior.es utiliza cookies propias y de terceros para recopilar información que ayuda a optimizar su experiencia de usuario. No se utilizan las cookies para recoger información de carácter personal. Encontrará más información en nuestra Política de cookies, pinche el enlace para más información.
ACEPTAR