«El día se acaba; en la penumbra,
todas las criaturas de la Tierra
podían descansar de sus fatigas.
Yo, solo, me enfrentaba al desafío
de peligro y piedad de aquel camino
que contará la mente que no yerra. […]
Yo empecé así: “Poeta que me guías,
juzga si mi virtud es suficiente
antes de confiarme la alta empresa. […]
No soy Eneas yo, yo no soy Pablo:
ni yo ni nadie va a creerme digno.
Pues si en este viaje me aventuro
será sin duda un acto temerario.
No digo más, pues como sabio entiendes”.
Y como aquel que cambia de propósito
dejando de querer lo que quería
y abandona de golpe lo iniciado,
así hice yo en aquella oscura cuesta,
pues, al pensarlo, abandoné la empresa
que tan deprisa había comenzado.
“Si he comprendido bien lo que me dices”,
me replicó la sombra del magnánimo,
“tu alma llena está de cobardía,
que muchas veces entorpece al hombre
y lo hace desistir de honrosa empresa,
como a una bestia cuando ve una sombra.
Para que te liberes de este miedo,
te diré por qué vine y lo que supe
la vez primera que me diste lástima.
Yo me hallaba en el limbo suspendido;
me llamó una mujer tan santa y bella
que a cumplir sus designios me dispuse.
Sus ojos relucían más que estrellas,
empezó a hablar muy dulce y suavemente,
y así me dijo con su voz angélica: […]
mi amigo (amigo fiel, no de ventura)
está por el temor paralizado
y aturdido en mitad de la ardua selva,
y me temo que pueda extraviarse
o que yo llegue tarde a su socorro,
según lo que se dice aquí en el cielo.
Parte ahora hacia allí y usa tu verbo
ornado y cualquier medio que lo salve,
pues si lo ayudas me darás consuelo.
Yo, la que andar te manda, soy Beatriz,
vengo del sitio al que volver deseo:
amor me trajo, amor hablar me hace’. […]
Tan sólo deben infundirnos miedo
las cosas que nos pueden causar daño;
las otras, no hay razón para temerlas. […]
¿Qué ocurre, di? ¿Por qué, por qué no sigues?
¿Por qué demuestras tanta cobardía?
¿Por qué no tienes ya valor ni audacia,
si ves que hay tres santísimas mujeres
que en la corte del cielo por ti velan
y tanto bien prometen mis palabras?”.
Cual florecillas que el nocturno hielo
inclina y cierra y, cuando el sol las roza,
se abren y se yerguen en sus tallo,
así hice yo con mis cansadas fuerzas,
y tan potente ardor llenó mi pecho,
que comencé a decir muy animoso:
“¡Oh, qué piadosa fue la que se avino
a socorrerme, y tú qué cortés fuiste
obedeciendo sus razones justas!
Gracias a tus palabras has dispuesto
de tal modo mi ánimo que vuelvo
a mi primer propósito: ¡adelante!”. […]
Así le dije. Él se puso en marcha
y entré por el camino arduo y silvestre».
Dante Alighieri, Divina Comedia, Canto II (Infierno)
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