La obra maestra de Ugo Betti, juez de profesión, describe ese límite del sistema judicial en el que deja de tener sentido. Encerrado en sus propios mecanismos se hace impenetrable a la verdad:
Acaba de saltar a la luz un escándalo tan grave que ha hecho perder la paciencia de la población. El Ministro de Justicia ordena que se abra una investigación de los hechos.
“Actualmente no hay aquí muy buen olor…” dice la Archivera a la Inspectora recién llegada al Palacio, donde nadie sabe quién ha cometido el delito en este caso particular, pero todos, implicados de algún modo en ella, ambiciosos e interesados, tratan de salir lo mejor parados de la situación.
Croz y Cust, rivales por suceder al presidente Vanan, logran que éste aparezca como culpable ante la inspectora, por más que él diga ser “inocente, como Nuestro Señor Jesucristo”.
Elena, la hija de Vanan, llega al Palacio con un documento que demuestra la inocencia de su padre, pero es interceptada por Cust, quien, abusando de su inocencia, logra que llegue a dudar de Vanan, retiene el documento e, involuntariamente, la empuja a la muerte.
Entonces Croz, enfermo de hace meses, sufre un ataque al corazón y Cust, creyéndole muerto y agotado por las intrigas de los últimos días (“nos echamos cargas demasiado pesadas sobre los hombros”, dice) confiesa ante su cuerpo ser él el culpable. Pero Croz se repone. No obstante, su cinismo (“¿quién ha establecido que una cosa es justa y otra no lo es?”, se pregunta) le lleva, en una broma final, a acusarse a sí mismo en su trance de muerte.
Cust es así nombrado presidente, sin que la inspectora quiera hacer caso a las dudas interiores que ya no reprime cuando Vanan, demente tras la muerte de su hija, es incapaz de responder a sus tormentos: “Vanan, yo creo que tu hija quería decirnos algo…” Finalmente, el recuerdo de la “cara ensangrentada” de la niña no le deja ya tranquilo, y decide confesar ante el Alto Revisor su culpa.
Cuando la culpa pasaba a quedar oculta, impune, en lo que parecería el fin de la justicia, la sencilla inocencia de una niña ignorante de las cosas del mundo ha logrado no sólo el restablecimiento del orden necesario en toda sociedad, sino mucho más: por su muerte el culpable se aleja de la corrupción, pasa a estar del lado de los inocentes. No sólo se ha hecho justicia, se ha restablecido la bondad.
Nuestro autor nos manifiesta que, paradójicamente, nuestra justicia necesita de algo superior a ella misma, para dejar de ser un “mal necesario” y convertirse en un verdadero bien.
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