El teatro es una representación de la vida humana. Lo que vemos sobre el escenario no es sólo una historia particular, es también algo significativo para la vida de todos. Los grandes autores nos dibujan personajes concretos, en circunstancias bien delineadas y particulares, pero estos autores, además, superan las barreras culturales con las cuestiones que plantean, que son las comunes a toda la experiencia humana, sea cual sea el tiempo o el lugar donde acontezca. Por eso todos aceptamos el juego: somos cómplices de los actores, y, donde sólo hay un suelo de madera y un banco podemos ver el jardín donde pasea Romeo, lleno de flores. No necesitamos más detalles sobre el escenario para conocer la vida de los personajes y comprenderlos. Porque, paradójicamente, lo que ellos son es un poco lo que nosotros somos, aunque nuestras circunstancias sean muy distintas. Por eso en las palabras de Antígona todos identificamos algún momento de nuestra vida, y podríamos poner rostro conocido al personaje de doña Inés.
Si, por el contrario, el montaje teatral cae en un reduccionismo que impone inmediatamente una respuesta simple, fácil, acotada, que no deja espacio a lo que el otro puede aportar, y a lo que se nos escapa, desaparece el arte. Puede deberse a una actuación tan técnica que olvida el espíritu, o que construye personajes a partir de pobres clichés, a una escenografía no bien planteada o, quizá, a una obra que nos hable de lo ya conocido, repitiendo sólo tópicos, esos que hacen que “todo encaje” a la medida de nuestras experiencias. Así estamos más cerca del cine, donde es especialmente difícil que en lugar de un caso particular encontremos algo que lo trascienda: a menudo aquí sólo vemos unas personas muy concretas en una situación completamente particular, que raramente nos mostrará la perplejidad y universalidad de todo arte, la pregunta por el sentido de las encrucijadas de la vida, el límite a nuestros conceptos. En el teatro no se trata sólo de recrear de modo detallista toda la vida de esos personajes, como si tuviéramos todas las claves de ella, sino de respetar siempre ese espacio que ha de aportar el público con su propia pregunta, el espacio del misterio. Ese enigma que cada día encontramos cuando no entendemos a la persona con la que convivimos, cuando nos sorprende lo imprevisible, cuando nos equivocamos. El arte, como la vida, no sabe de recetas, abstracciones, resultados. Al contrario, aquí reina la paradoja, la sorpresa, la risa, el llanto, y, sobre todo, el corazón, que con un sí o un no tomará partido.
Porque la clave no es uno mismo, lo que yo entiendo o puedo juzgar. El yo en soledad no es otra cosa que confusión. La vida se nos presenta a cada instante con fuerza si abandona-mos lo que teníamos. Si soltamos esquemas previos y estamos dispuestos a oír, escuchar, abrazar, y entregarnos.
El artista sabe que no domina su obra, sino que ella le domina. No se trata de sus objetivos, sino de obedecer a un plan más grande. En realidad, nadie domina su vida. Sólo cabe decir sí o no a ella.
Etiquetas: Textos sobre Teatro
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