«“Sí, el arquitecto Fayic tenía razón –concluyó–; todo hombre debería peregrinar”. Dejó surgir dentro de sí su ser pacificado y alerta, en medio del camino que se define por sus curvas, como el hombre por sus decisiones. En ese momento se arrepintió de las veces que se había dejado llevar por la comodidad, la indecisión y el miedo; y de las veces que se había quejado. “¿Por qué no marcha esto? ¿Por qué nuestros esfuerzos no dan fruto?; el mundo sigue sin cambiar, el Reino de Dios está lejos, a pesar de los mil años transcurridos, y nuestras vidas languidecen en cansada rutina”. Quejas que habían sido frecuentes en su vida, que le habían acompañado hasta ahora. Y preguntas que no le habían dejado ser feliz. “¿Dónde están los frutos del Espíritu y el poder de la resurrección? ¿Dónde quedan las promesas de Dios y la garantía de los evangelios y el testimonio de los santos? Y ¿dónde nos deja eso a nosotros en medio de esta vida desolada, incierta, y este triste desierto…? ”
Asbag recordó entonces la gran tentación de los hombres de todos los tiempos: el deseo de saber lo que va a suceder. La ocupación tan ancestral como moderna de predecir el futuro, en la cándida torpeza de los dados y cartas, en caparazones de tortuga, en las entrañas de animales… Es decir, vaticinar lo que va a hacer Dios con el mundo, y conmigo que estoy en él. La gente quiere saber el futuro para ajustarse a él, para facilitarse la vida.
El salmo brotó espontáneo en la mente de Asbag: “Señor, muéstrame tus caminos”. Era la plegaria fundamental de Israel, el pueblo hecho vagar peregrinando en el desierto. “Saber, Señor, tus caminos –rezó–, para la humanidad y para mí, para la historia de tu pueblo y para la rutina de mi vida, para los grandes acontecimientos y las decisiones diarias. Conocer, Señor, tu mente, conocer tu voluntad en medio de tantas veredas; porque conocer tu voluntad es conocerte a ti y llegar al final del camino”».
J. Sánchez Adalid, El mozárabe, Ediciones B, 274
Etiquetas: Educación, Esperanza, literatura
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