Concluimos ya la lectura de la historia de la relación entre la Iglesia y el teatro que realiza Hans Urs von Balthasar.
Una gran situación social o política puede hacer transparente al mundo de hoy el drama cristiano, el que se desenvuelve entre Dios y mundo en la persona de Jesucristo, mediante teatro. Esto puede ser llamado postfiguración de Cristo, como el Antiguo Testamento está lleno de prefiguraciones de Cristo, que incluso se encuentran en la literatura pagana según los Padres (como Ulises atado al mástil es prefiguración del Crucificado). Hay una verdadera dramática cristiana en el intento de vivir según la norma de Cristo. Ciertas piezas de Shakespeare podrían pretender el rango teológico de exponer con gran perfección la norma cristiana en el contexto real de la vida que se opone a dicha norma. Incluso el poeta podría ser inconsciente de este referimiento al arquetipo que es Cristo, pero esto no impide que la obra surja necesariamente en el horizonte de la fe viva en Cristo. Si con el drama de Cristo ya está todo dicho, nadie conoce todas las implicaciones que en él puso la acción de Dios, que sólo en la historia del mundo y de la Iglesia se manifiestan, y de forma dramática, no sistemática.
Por otra parte, la Iglesia, de buena o mala gana, al perder influencia social, se ha reconciliado con el teatro, pero ¿ha resuelto su antiguo “complejo” o sólo lo ha reprimido? ¿Se intenta ahogar la posibilidad de no ser uno mismo, simbolizada en el actor? La exigencia de autenticidad que se permite despreciar el teatro como apariencia, y no darle más derecho que el de entretenimiento, elude la realidad dramática de la vida de la Iglesia. En cambio, si la Iglesia acepta la trágica y cómica distancia entre la norma cristiana de la santidad y la ordinariez de los cristianos, puede encontrar una representación de esto en el teatro y, por tanto, una ayuda.
Es verdad que por la fe y la doctrina nos aproximamos, más que un Calderón o un Shakespeare, a las regiones ocultas de la gracia y el pecado en que se realiza el juicio del mundo. Pero para permanecer en la doctrina se necesita el discernimiento de espíritus, sin el que no puede vivir nadie, ni el cristiano ni el no cristiano. Discernimiento de espíritus es la dramática percepción del amor verdadero en las situaciones confusas en las que discurre nuestra vida. Justamente por esto es el drama, como presentación de la existencia en su sentido y su locura, una posibilidad, quizás una urgencia de nuestro tiempo.
En palabras de Reinhold Schneider: “Hay una dramaticidad y una tragicidad esencialmente cristianas, reflejo del diálogo que mantiene con Pilatos ese rey encadenado que es la verdad. Para el cristiano hay una tragicidad tanto en la gracia como sin la gracia. La tragicidad bajo la gracia la experimenta el hombre que quiere hacer la verdad y que fracasa porque no puede ser realizada en este mundo; la tragedia sin gracia es la del hombre que no quiere hacer la verdad. No tenemos otra salida para responder a nuestra época con los medios del arte mientras el drama cristiano no exista. Nos encontramos envueltos en un crepúsculo e indeterminación de tal carácter, enredados en tal grado de subterfugios, miedos e insuficiencias, tan hundidos en la mentira, que nos hace falta ante todo tener el coraje trágico de la verdad. La verdad no ofrece protección, ni seguridad, ni paz con el mundo; exige lucha apasionada, disposición para la muerte con el espíritu en paz”.
Si el innato instinto de representación y la seriedad del discernimiento de espíritus ante la oculta tragicidad de la existencia se mantienen juntos, no deberían ser inevitables las fatalidades históricas que hemos descubierto (Iglesia contra teatro, el misterio profanado por medio del teatro) La preponderancia de lo real no habla ni contra la posibilidad del drama ni contra el carácter dramático de la existencia bajo la revelación.
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