«La primera pregunta que debemos formularnos es ¿Qué quiere decir “ocio”?
Para dar una contestación me parece oportuno hablar primero de un adversario, o sea, lo que suele llamarse “supervaloración del trabajo” (…) Trabajo, en efecto, puede significar muchas cosas, por lo menos tres. En primer lugar, “la actividad en general”. Puede también denotar pena, esfuerzo, labor fatigosa. Y en una tercera acepción, trabajo equivale a “actividad útil”, sobre todo “socialmente útil”. ¿A cuál de estas tres interpretaciones aludimos al hablar de “supervaloración del trabajo”? ¡Yo diría que a las tres! Existe una supervaloración de la actividad en general, así como del esfuerzo o las dificultades y, last but not least, de la función social. Este es precisamente el demonio tricéfalo contra quien tiene que habérselas todo el que se proponga defender el ocio. (…)
Contra la actividad como valor absoluto. Ocio es precisamente “inactividad”; es una forma de silencio. Es la forma de silencio indispensable para poder oír algo; sólo el que calla está en condiciones de oír. El ocio es la actitud de autoinmersión puramente receptiva en la realidad; una apertura del alma capaz, ella sola, de dar cabida a esas grandiosas y felices intuiciones que no pueden lograrse con ningún “trabajo intelectual”.
Contra la supervaloración del esfuerzo. El ocio es una actitud festiva. Y festivo denota lo contrario de esfuerzo, pena, fatiga. Quien radicalmente desconfíe de “lo fácil” será tan impermeable al ocio como inepto para celebrar una fiesta. (…).
Contra la supervaloración de la función social. Ocio significa, ni más ni menos, estar retirado de la función social. El ocio no debe, sin embargo, confundirse con la pausa. Ésta, ya dure una hora o tres semanas, representa sólo un descanso del trabajo y para el trabajo, sin el cual no tendría razón de ser. El ocio es algo completamente distinto. Su sentido no consiste en que el hombre funcione sin que nada lo perturbe, sino en que, dentro de su función social, permanezca hombre, es decir, capaz de mirar más allá de los límites de ese medio cerrado, de contemplar la totalidad del mundo con espíritu de “fiesta” y de realizarse a sí mismo como ente constitutivo de tal globalidad, en un obrar libre, o sea, justificado de por sí, “no comprometido”.
La auténtica cultura no prospera sino en el suelo del ocio, si por “cultura” se entiende todo aquello que rebasa las desnudas necesidades de la vida sin dejar de ser indispensable a una existencia plenamente humana.
(…) Hablemos una vez más de la fiesta. En ella confluyen los mismos tres elementos que entran el concepto del ocio (…) Podríamos resumirlo así: celebrar una fiesta significa expresar de manera inhabitual el propio consenso con el mundo en conjunto. Quien básicamente no tenga la realidad por “buena” y “en orden” será incapaz de celebrar una fiesta tanto como de “producir ocio”. Dicho de otro modo, el ocio presupone que el hombre está conforme con el mundo y consigo mismo, con su propia esencia. Y ahora viene algo más chocante e ineludible: la forma suprema que uno puede imaginar de ese consenso, de esa conformidad con el mundo, es la alabanza a Dios, el elogio al Creador, el culto. Tal es también la raíz más profunda del ocio.»
JOSEF PIEPER. Antología pp. 147–154.
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