Ya en la madurez de su carrera, tras la muerte de Antón Chéjov y algunos fracasos del Teatro del Arte de Moscú, y en medio de su propio descontento como actor, Konstantín Stanislavski se encuentra en la necesidad de recoger la experiencia acumulada tras tantos años de actividad escénica, y agruparla, revisarla, ordenarla. Es en esa situación como descubre que ha desaparecido en él su antigua alegría por la creación; lo que antes le apasionaba ahora le resulta tedioso:
“¿Por qué antes me aburría los días que no actuaba, mientras que ahora, por el contrario, me alegraba los días que no tenía función? Dicen los profesionales que, cuando tienen que salir al escenario todos los días y repetir con mucha frecuencia el mismo papel, sucede esto. Pero esta explicación no me satisfacía. Era evidente, a mi entender, que profesionales así sentían poco cariño por sus papeles, por su arte. Salvini, Duse, Yermólova hicieron sus papeles un número muy superior al que me había tocado a mí, y eso no les impedía perfeccionarlos en cada función. ¿Por qué entonces yo cuanto más a menudo repetía los papeles, más retrocedía y me anquilosaba? Paso a paso hice una recapitulación de mi pasado, y empecé a ver con claridad cada vez mayor que el contenido interior que ponía en los personajes al crearlos por primera vez y la forma externa en que acababan degenerados distaban tanto uno del otro como el cielo de la tierra. Al principio partía de una hermosa y emocionante necesidad interior. Ahora sólo quedaba de ella un cascarón hueco, una especie de serrín, unos restos incrustados en el cuerpo y en el espíritu sin ninguna relación con el verdadero arte. Recordaba bien todo lo externo, cada movimiento muscular de las piernas y brazos, de la expresión de la cara. Yo repetía mecánicamente esas “cosillas” del papel, muy elaboradas y fuertemente arraigadas, que no eran más que signos de la ausencia de sentimientos. Copiaba la ingenuidad pero no era ingenuo; movía rápidamente las piernas al caminar, pero no sentía ninguna prisa interior que fuera la causa del andar presuroso… La memoria muscular, que es muy fuerte en los actores, fijaba sólidamente los hábitos y las costumbres escénicas.
¡Cómo habían mutilado mi alma, mi cuerpo y hasta el mismo personaje los malos hábitos teatrales, los trucos escénicos, el deseo inconsciente de agradar al público, la engañosa apariencia de creación, repetida día tras día!
Será necesario, por tanto, volver al inicio cada día: ¿Cómo podía proteger el papel de la degeneración, del anquilosamiento espiritual, de la dictadura de la rutina y los hábitos mecánicos? Se requiere cierta preparación espiritual antes de empezar el trabajo creativo, y hay que llevarla a cabo cada vez, antes de cada ensayo y de cada función. Antes de crear, es indispensable saber introducirse en la atmósfera que haga posible el misterio de la creación artística”.
Pero, ¿cómo crear esa atmósfera? ¿Podemos llegar hasta el misterio de la creación artística? En próximos boletines acompañaremos a Stanislavski en su investigación.
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